Por: Daniela Pacheco | Esta columna fue publicada originalmente en Milenio

Jair Bolsonaro nunca tuvo la intención de abandonar el poder, al margen de cualquier resultado en la última contienda electoral. Luego de años de alimentar el odio en contra de las instituciones democráticas y de cualquier atisbo de la izquierda, y tras huir a Estados Unidos sin reconocer el triunfo de Lula Da Silva, finalmente la bomba de odio que tanto alimentó explotó este domingo en Brasilia.

Con la complicidad o, por lo menos, la omisión de parte del cuerpo policial en la capital brasileña, un importante grupo de bolsonaristas, algunos vestidos de la misma manera que quienes asaltaron el Capitolio de los Estados Unidos en 2021, se tomó las sedes de los tres poderes del Estado, con tiempo suficiente para destruir gran parte del patrimonio, sin ser ni siquiera contenidos.

En Colombia, el día de ayer, un equipo antiexplosivos de la policía destruyó, de forma controlada, un artefacto hallado en la carretera que lleva a la residencia familiar de la vicepresidenta de ese país, Francia Márquez, en la vereda de Yolombó, departamento del Cauca, y a la cual tenía previsto visitar. “Por las características y ubicación del artefacto, el personal de inteligencia y seguridad concluyó que se trata de un evidente atentado en contra de la señora vicepresidenta”, señaló el informe policial.

El intento de magnicidio contra Cristina Fernández de Kirchner; los intentos de asesinar a Gustavo Petro; el pueblo peruano asesinado a manos de un gobierno ilegítimo.

Hablar de odio y de “discursos de odio” se queda corto si desconocemos el entramado, las motivaciones, los protagonistas, porque cuando políticos y medios de comunicación se atreven a repetir y calificar hasta el cansancio hechos como éstos de autogolpes, de autoatentados, hablar de “discursos de odio” casi que va perdiendo sentido. Hay miedo, rencor, revanchismo, crueldad, frivolidad, misoginia, clasismo, racismo, despolitización, radicalización, proscripción. Ya no son solamente las y los líderes progresistas las piedras en el zapato, parece que la democracia se ha convertido en el mayor problema cuando atenta contra los intereses dominantes.

Como bien lo indicaba la vicepresidenta argentina, “la estigmatización del que no piensa igual, hasta querer inclusive suprimir su vida y la violencia son el signo contemporáneo de las nuevas derechas”.

Cientos de bolsonaristas acamparon por más de dos meses frente a cuarteles pidiendo una intervención militar contra el supuesto fraude electoral y el legítimo gobierno de Lula, sin que Bolsonaro o las Fuerzas Armadas hicieran algo al respecto. Más allá de encontrar a los financistas y los responsables, hay que profundizar en que mesianismos como el de Bolsonaro capturan a segmentos muy importantes de la población. Personas como éstas, que elevan sus protestas en cuarteles son en parte financiadas, pero también convencidas; la cuestión de fondo es que muchas personas, incluso por primera vez, han encontrado en causas como éstas, su sentido de comunidad, de pertenencia, de vivir.

El odio político y la violencia fascista, alimentados por políticos extremistas, son una amenaza para la democracia en América Latina. Condenar intentos de golpes de estado ya no es suficiente.

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