Por: Soledad Buendía, colaboradora de IDEAL
La política y la acción colectiva son fuerzas fundamentales que, cuando se entrelazan de manera armoniosa, tienen el poder de impulsar verdaderas transformaciones sociales. Estos dos elementos se complementan y se nutren mutuamente, creando un espacio donde las y los ciudadanos pueden influir en la toma de decisiones, participar activamente en la configuración de políticas y, en última instancia, catalizar cambios significativos en la estructura y la dinámica de una sociedad.
La política, en su esencia más pura, es la herramienta que permite la gestión de los asuntos públicos y la toma de decisiones que afectan a la sociedad en su conjunto. Sin embargo, su alcance va más allá de las instituciones gubernamentales, ya que implica la participación activa de las y los ciudadanos en el proceso democrático. La acción colectiva, por otro lado, representa la capacidad de los individuos para unirse en busca de un objetivo común, superando las barreras individuales en favor del bienestar colectivo.
En el corazón de estas dos fuerzas yace el concepto de ciudadanía activa, una noción que va más allá de simplemente ejercer el derecho al voto. La verdadera ciudadanía activa implica la participación constante, el diálogo y la contribución proactiva al desarrollo de políticas públicas. Cuando las y los ciudadanos reconocen su papel vital en el proceso político, se convierten en agentes de cambio capaces de dirigir sus sociedades hacia un futuro más justo y equitativo.
La acción colectiva, en este contexto, se manifiesta a través de diversas formas: desde protestas y manifestaciones hasta la creación de organizaciones no gubernamentales y la participación en procesos de consulta ciudadana. La capacidad de las personas para unirse en torno a un propósito común se traduce en una fuerza poderosa que puede desafiar el statu quo y presionar por cambios significativos.
Ejemplos destacados de la interacción entre política y acción colectiva ilustran esta argumentación, el movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos durante la década de 1960. La convergencia de líderes carismáticos, como Martin Luther King Jr., y la participación masiva de ciudadanos y ciudadanas en marchas y protestas, generó un impulso imparable hacia la igualdad racial. Este movimiento no solo llevó a cambios legislativos significativos, como la Ley de Derechos Civiles de 1964, sino que también dejó una huella perdurable en la conciencia social. Otro ejemplo destacado de acción colectiva transformadora en América Latina es el movimiento de los “indignados” en Chile, específicamente durante las protestas masivas que comenzaron en octubre de 2019.
En ese momento, una serie de aumentos en las tarifas del metro de Santiago se convirtieron en la chispa que encendió un amplio descontento social acumulado durante años. Lo que comenzó como una protesta contra el aumento del precio del transporte público rápidamente se transformó en un movimiento más amplio que abordaba desigualdades sistémicas, acceso a la educación, atención médica y pensiones, entre otras cuestiones. Los chilenos y chilenas, en su mayoría jóvenes, tomaron las calles en números impresionantes, organizando marchas pacíficas, ocupaciones de lugares públicos y manifestaciones creativas para expresar su descontento. La acción colectiva no solo involucró a estudiantes, sino también a una amplia variedad de grupos sociales, incluyendo a personas trabajadoras, comunidades indígenas y ciudadanos y ciudadanas de diversas edades y antecedentes.
Este movimiento no solo logró atraer la atención internacional, sino que también ejerció una presión significativa sobre el gobierno chileno para que abordara las demandas de la ciudadanía. Como resultado, se anunciaron una serie de medidas, incluida una reforma constitucional y cambios en el sistema de pensiones, para abordar algunas de las preocupaciones planteadas por los manifestantes.
El movimiento de los “indignados” en Chile permitió catalizar cambios importantes en la estructura social y política de un país. La capacidad de las y los ciudadanos para unirse, expresar sus preocupaciones de manera pacífica y persistir en sus demandas demostró que la acción colectiva puede ser una fuerza transformadora capaz de influir en políticas públicas y cambiar el curso de la historia.
En la era moderna, la tecnología ha amplificado la capacidad de la acción colectiva. Las redes sociales proporcionan plataformas para la movilización rápida y la difusión de ideas, conectando a individuos con objetivos similares a nivel global. Desde movimientos medioambientales hasta campañas por la justicia social, la acción colectiva contemporánea se nutre de la conectividad digital para impulsar agendas progresistas y desafiar las estructuras de poder arraigadas.
Sin embargo, el éxito de la política y la acción colectiva no está exento de desafíos. La polarización, la desconfianza en las instituciones y la apatía ciudadana son obstáculos que deben superarse. La construcción de puentes entre diferentes perspectivas, la promoción de la educación cívica y el fomento de la participación inclusiva son esenciales para fortalecer el tejido social y garantizar que la acción colectiva tenga un impacto duradero.
La política y la acción colectiva son fuerzas dinámicas que pueden impulsar verdaderas transformaciones sociales. Cuando las y los ciudadanos se comprometen activamente en la esfera política y se unen en busca de objetivos comunes, se desencadena un proceso de cambio que trasciende las limitaciones del sistema establecido. La interconexión de estos elementos no solo define la esencia de la democracia, sino que también marca el camino hacia sociedades más justas, equitativas y resilientes. La política y la acción colectiva, cuando se abrazan con un propósito compartido, se convierten en los cimientos sobre los cuales se construyen las transformaciones sociales duraderas.
En una sociedad preñada de injusticia e inequidad, como la nuestra, sólamente un pueblo con conciencia social, es capaz exigir sus reivindicaciones y luchar por su derechos