Por: Edwin Jarrín Jarrín, colaborador de IDEAL

En el período comprendido entre 2007 y 2017, con el gobierno de la Revolución Ciudadana, liderado por Rafael Correa, Ecuador experimentó notables logros en seguridad y convivencia ciudadana pacífica, gracias a una gestión gubernamental comprometida con fortalecer el Estado y garantizar la protección de los derechos fundamentales de sus ciudadanos y ciudadanas. Durante este tiempo, el país redujo significativamente la tasa de homicidios a un solo dígito, llegando a 5 muertes violentas por cada 100 mil habitantes y recuperando niveles de seguridad que no se veían desde hacía más de tres décadas.

El éxito alcanzado en este periodo fue el resultado de una decidida inversión en seguridad ciudadana, así como del fortalecimiento institucional y la desconcentración, lo que permitió generar las inversiones necesarias para equipar, modernizar y profesionalizar la Policía Nacional, la Fiscalía y todos los niveles de justicia, además de acercarlas más a la ciudadanía. La seguridad se convirtió en una prioridad para el gobierno y se implementaron políticas integrales que abordaron, no solo la lucha contra la violencia y la delincuencia, sino también la promoción de la justicia, la equidad, el crecimiento económico y el respeto a los derechos humanos.

Este enfoque integral en la seguridad permitió que tres de las principales ciudades de Ecuador, Ambato, Cuenca y Quito, fueran reconocidas entre las diez ciudades más seguras de América Latina de acuerdo a The Homicide Monitor (2016) del Igarapé Institute. El país se convirtió en un ejemplo a seguir en la región y demostró que la seguridad ciudadana puede alcanzarse con una gestión comprometida y una visión que vaya más allá de lo meramente represivo.

Sin embargo, a partir de mayo de 2017, el país enfrentó cambios significativos en materia de seguridad debido a una dirección política que afectó la institucionalidad y redujo las inversiones en esta área. La desinstitucionalización y la reducción de recursos destinados a la seguridad con el cuento neoliberal del “Estado obeso” han tenido un impacto negativo en la capacidad de respuesta estatal frente a las nuevas amenazas y retos que han surgido.

Desde entonces, se ha observado un preocupante aumento en la tasa de homicidios, de 5 muertes violentas por cada cien mil habitantes en 2017 hemos pasado a 26,5 en 2022 y este año llegaremos a una escalofriante tasa de 38,5, la más alta en la región. La falta de inversión y el debilitamiento de las instituciones encargadas de garantizar la seguridad ciudadana han dejado un vacío que ha sido aprovechado por grupos criminales y bandas delictivas, generando violencia en diversas zonas del país y una creciente sensación de inseguridad en la población.

Con gran preocupación observamos cómo desde un centro de rehabilitación social, una banda delincuencial, con la presencia de un oficial activo de la policía, emite declaraciones en las que promete cesar sus actividades criminales, como asesinatos de civiles, extorsiones a negocios mediante el cobro de “vacunas” y entrega de armas como un acto de compromiso. Es importante destacar que en este solo hecho se están cometiendo más de cinco delitos graves y, sin embargo, sorprendentemente, la Fiscalía guarda silencio al respecto. Además, resulta aún más alarmante que otro grupo del crimen organizado también realice un comunicado desde otro centro de rehabilitación, agradeciendo al Ministerio del Interior por atender sus peticiones y comprometiéndose a detener sus actividades delictivas mientras se cumplan ciertos acuerdos.

Este tipo de situaciones plantean una cuestión crítica: ¿Es acaso responsabilidad de las bandas criminales garantizar la seguridad ciudadana? Es evidente que este enfoque es completamente erróneo y peligroso. La seguridad ciudadana es una función fundamental del Estado y de las instituciones encargadas de proteger a las y los ciudadanos. La sociedad no puede depender de acuerdos con grupos delictivos para asegurar su bienestar y tranquilidad.

El hecho de que la delincuencia organizada pueda operar desde centros de rehabilitación social y que incluso sea capaz de dar declaraciones públicas demuestra un serio problema en el sistema penitenciario y en la efectividad del Estado para combatir la criminalidad. La impunidad y la falta de consecuencias claras para los delincuentes sólo fomentan su proliferación y la pérdida de confianza en las instituciones.

Es imperativo que las autoridades competentes tomen acciones enérgicas para enfrentar esta grave situación. Se deben fortalecer los mecanismos de control y vigilancia en los centros penitenciarios y garantizar que los responsables de actos delictivos sean debidamente investigados y llevados ante la justicia.

La seguridad ciudadana es un derecho irrenunciable de las personas y es responsabilidad del Estado garantizarlo de manera coherente y consistente. La gestión gubernamental entre 2007 y 2017 demostró que con una visión clara y una inversión adecuada, es posible alcanzar niveles de seguridad encomiables. Sin embargo, es esencial reconocer que la seguridad no es un logro puntual, sino un proceso continuo que requiere compromiso, decisión política y recursos sostenidos.

La desinstitucionalización y el recorte de recursos deben ser revertidos para evitar un mayor deterioro de la seguridad en el país. La experiencia positiva de los años anteriores debe servir de guía para trazar un camino hacia un futuro más seguro y próspero para la ciudadanía. Es hora de retomar el camino de la seguridad, priorizando el bienestar de las y los ciudadanos y garantizando la protección de sus derechos fundamentales.

La situación de desesperación y temor que enfrentan las personas ha creado un ambiente propicio para discursos demagógicos que promueven la represión y la “mano dura” como soluciones para combatir la inseguridad y el libre porte de armas. Es comprensible que ante la incertidumbre y la vulnerabilidad, algunas propuestas simplistas (que rayan en fascismo) puedan captar la atención y ganar adeptos entre la ciudadanía. Sin embargo, es importante recordar que estas respuestas no conducen a la construcción de una sociedad pacífica y justa a largo plazo.

Es fundamental analizar las raíces de la inseguridad y la violencia en el país para abordar adecuadamente estos problemas. La política neoliberal implementada por los gobiernos anteriores al 2007 y desde el 2017 a la fecha, han tenido un impacto negativo en la presencia del Estado en la política económica y social. Esta ideología generó un aumento en la inequidad, la pobreza, la marginalidad social y económica, entre otros problemas, lo que afectó directamente el tejido social y la cohesión ciudadana.

El enfoque del Estado punitivo se centra en priorizar la represión y la violencia, así como en el mantenimiento del orden público; volvimos a la doctrina del enemigo interno, sin importar la seguridad de la ciudadanía, sin prestar suficiente atención a intervenciones preventivas y abordajes sociales más integrales. Esta perspectiva se tradujo en la vulneración de derechos fundamentales de las personas y comunidades, lo que generó desconfianza en las instituciones y debilitó la cohesión social.

En este orden de ideas podemos señalar que la política de estos últimos seis años en Ecuador se ha basado en un enfoque represivo que no aborda las causas estructurales de la inseguridad y que se centra en mantener el control social a través del concepto de orden público. Esta aproximación tiene un impacto negativo en la confianza entre la población y el Estado, y no logra solucionar los problemas de fondo que generan la violencia y el delito en el país.

Es esencial, por tanto, replantear la política de seguridad hacia un enfoque integral y preventivo. Es necesario abordar las desigualdades sociales y económicas, promover la inclusión social, fortalecer la educación y el acceso a oportunidades para todos y todas. Un Estado comprometido con la seguridad ciudadana debe trabajar en estrecha colaboración con la sociedad civil, fomentando la participación ciudadana y promoviendo políticas que atiendan las necesidades de las comunidades más vulnerables.

Para construir una sociedad pacífica y segura, es esencial que el Estado y la ciudadanía trabajen de la mano, buscando soluciones integrales que aborden las causas profundas de la inseguridad y promuevan el respeto por los derechos humanos. La represión y la “mano dura” pueden generar resultados inmediatos, pero a largo plazo, sólo agravarán los problemas y perpetuarán un ciclo de violencia y desconfianza. Sólo mediante un abordaje colectivo y comprometido se podrá construir un país más seguro y próspero para todos sus habitantes.

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