Por: Daniela Pacheco, colaboradora de IDEAL
Para nadie es un secreto que la elección presidencial de este domingo 4 de febrero en El Salvador es casi un mero formalismo, no sólo porque Nayib Bukele corre “prácticamente solo” y con una amplísima ventaja, sino porque su Gobierno se ha asegurado de que no exista ninguna garantía para nadie en los partidos, en las instituciones, en los medios y en las calles, que no sea de su propio bando.
Bukele se postuló a la reelección presidencial pese a que la Constitución lo prohíbe en al menos 6 artículos y mantiene el control de todos los poderes del Estado, incluido el aparato judicial y a órganos como la Fiscalía, a cuyo titular con súper poderes incluso de de señalar a cualquiera como “terrorista”, impuso desde la Asamblea, tras destituir al anterior fiscal que investigaba la corrupción de su Gobierno.
Ocho meses antes de la elección, su Asamblea Legislativa aprobó una reforma que introdujo un nuevo método de conteo de votos para favorecer a los partidos mayoritarios y quitarle representación a las minorías; hecha a la medida del partido hegemónico y de sus intereses y de borrar cualquier atisbo de oposición. Los pronósticos señalan que Nuevas Ideas, el partido de Bukele, se quedaría con 57 de los 60 escaños del parlamento, mientras que Arena lograría dos curules y el Partido Demócrata Cristiano, uno.
En el caso del Tribunal Supremo Electoral, la máxima autoridad electoral, llamada a garantizar la transparencia de los comicios y un proceso en igualdad de condiciones, renunció a su imparcialidad y razón de ser al admitir la candidatura de Bukele, a pesar de su prohibición constitucional.
Bukele, el favorito para hacerse nuevamente de la Presidencia, basó su campaña en la promoción del régimen de excepción, implementada por su Gobierno desde marzo de 2022 para combatir a las pandillas y ha hecho un llamado al pueblo salvadoreño a votar por las y los candidatos de Nuevas Ideas para mantener dicha medida con ayuda del congreso. Sin embargo, el actual presidente no planteó propuestas en temas relacionados con lo económico, la salud y la educación. Tampoco lo han hecho sus coidearios que buscan elegirse en el parlamento.
Vale la pena mencionar que según algunas encuestas, la situación económica ha desplazado a la inseguridad como la principal preocupación de las y los salvadoreños.
Violaciones sistemáticas a los derechos humanos, detenciones arbitrarias, torturas, homicidios en la clandestinidad, pero con cárceles llenas, cuyos habitantes sirven como insumos para las producciones audiovisuales en las que Bukele aplaude y su Gabinete salta; toda una proeza del orden y la rudeza. Casi un 50 % del pueblo salvadoreño sufre inseguridad alimentaria, entre otras carencias sociales, pero si lo señalas te conviertes en un aliado del terrorismo, de las pandillas, de la guerrilla, de los corruptos —como si su Gobierno no lo fuera también—. La presencia de unos derechos no puede justificar la ausencia de otros, pero en gobiernos en donde se atropella la dignidad humana a costa de la popularidad y de llenarse los bolsillos, eso parece imprescindible.
Hace rato en El Salvador que su Gobierno renunció al aparente consenso de que el más alto deber del Estado es garantizar la plena vigencia de los derechos humanos. Si se habla de libertad, pero se vulnera el derecho de una familia a su seguridad alimentaria, esa dizque “libertad” es solo caldo de cultivo para las desigualdades y los privilegios.
El modelo bukelista se exporta y políticos a los que la democracia y la justicia les importa un comino, lo importan. Lo más lamentable es que, en un falso dilema, gran parte de la sociedad también ha renunciado a esos valores a cambio de acceder a otros derechos. Habrá “seguridad” en El Salvador —de la que maquilla problemas—, pero también habrá dictadura.
*Articulo publicado en colaboración con NODAL