– Yo no parecía una mujer. Era una loca por la Libertad.
Manuela Sáenz
Tras la consumación de la traición al Libertador y la desintegración de la Gran Colombia, Manuela Sáenz de Vergara y Aizpiru fue desterrada de Colombia en 1834 por orden de Francisco de Paula Santander, razón por la cual decidió establecerse en Jamaica. Al año siguiente intentó regresar a su ciudad natal, Quito, pero su pasaporte fue revocado, para ser finalmente deportada por orden del presidente ecuatoriano Vicente Rocafuerte, quien justificó su bochornosa acción con una perorata patriarcal: Las mujeres son las que fomentan el espíritu de anarquía en estos países. El conocimiento de esta verdad hizo tomar a los ministros la providencia de hacer salir a Manuela Sáenz del territorio del Ecuador. [1]
En carta a Juan José Flores del 11 de noviembre de 1835, Rocafuerte admitía el peligro que significaba Manuela si se le permitía residir en su país: Si la Manuela estuviera aquí estaría esto ardiendo como Troya, pues solo se buscan pretextos para la revolución. [2]
El exilio llevó a Manuela hasta el puerto de Paita, Perú, donde residió hasta morir el domingo 23 de noviembre de 1856, como consecuencia de una epidemia de difteria. El mito no empezó, como suele suceder, con su fallecimiento, ya que en el turbulento periodo de la independencia ya se habían tejido leyendas sobre su naturaleza indómita y fervorosa en lo político, y su espíritu refractario a convenciones sociales, como su ruptura con el médico inglés James Thorne, con quien había contraído matrimonio en 1817. La historia de la soberanía la guarda como una de sus figuras más trascendentes, al punto que recibió en 1822, de manos del Protector José de San Martín, la Orden de Caballeresa del Sol. Junto a Manuela fueron condecoradas Mariana de Echeverría, marquesa de Torre Tagle y la guayaquileña Rosa Campuzano.
No coqueta frívola, sí loca estrella, como la calificó Neruda, escribía a Simón: Le guardo la primavera de mis senos y el envolvente terciopelo de mi cuerpo (que son suyos). Ella había dado pruebas fehacientes de su consagración a la emancipación. En carta suscrita desde Huamachuco, Perú, el 16 de junio de 1824, decía:
Mi querido Simón: Mi amado: las condiciones adversas que se presenten en el camino de la campaña que usted piensa realizar, no intimidan mi condición de mujer. Por el contrario. ¡Yo las reto! ¿Qué piensa usted de mí? Usted siempre me ha dicho que tengo más pantalones que cualquiera de sus oficiales ¿o no? De corazón le digo, no tendrá usted más fiel compañera que yo y no saldrá de mis labios queja alguna que lo haga arrepentirse de la decisión de aceptarme. ¿Me lleva usted? Pues allá voy. Que no es condición temeraria ésta, sino de valor y de amor a la independencia (no se sienta usted celoso). Suya siempre Manuela. [3]
Subsistía en Paita gracias a una pensión vitalicia otorgada por el Congreso del Perú; su dominio del idioma inglés le permitió vivir sin boato, pero con dignidad, gracias a traducciones que realizaba para marinos mercantes que requerían de actas de aduana transcritas a su idioma. En 1841 descendió, del barco Acushnet, un navegante que en su larga travesía por el Pacífico había empezado a borronear la historia de una ballena blanca y la obsesión de los tripulantes por atraparla, en particular el jefe de la expedición, el capitán Ahab, arponero que en su obcecada lucha con el gran cachalote, había perdido una de sus piernas. El escritor, nacido en Nueva York, se llamaba Herman Melville, quien se convertiría, junto a Whitman y Thoreau, en lo más representativo de las letras estadounidenses de su generación.
Al autor de la célebre novela Moby Dick le seducían las historias de caníbales que presuntamente habitaban estas tierras. Por boca de Manuela se enteró que eran, en realidad, políticos y traidores de la más baja ralea. Para no olvidarlos motejó a sus perros con sus nombres: Páez, Santander, Padilla, La Mar , entre otros.
Cuando paseantes llegaban hasta su casa con la pregunta: ¿Vive aquí la Libertadora? Ella respondía, entre ufana y molesta: ¿Qué quiere con la Libertadora?
Seguramente fue la primera frase que cruzó con uno de los más ilustres hombres en la historia de las guerras patrias, quien llegó a Paita como capitán de un navío mercante en 1851: Giuseppe Garibaldi. Dos años antes había perdido en Rávena a su esposa, la brasileña Ana Ribeiro Antúnez, Anita Garibaldi. No era una visita común, ni siquiera un pacto simbólico entre dos protagonistas de la historia, era el encuentro de dos espantosas soledades.
El testimonio de aquella cita se perdió para siempre cuando, tras la peste y la muerte de Manuela, su casa y sus objetos, enseres, cuadernos, fueron incinerados. En la ceniza, la espuma y el viento reposarán las actas de aquel encuentro memorable entre el héroe italiano, el más claro predecesor del Che Guevara, y la libertadora enamorada.
El tutor y maestro de Bolívar y Andrés Bello, Simón Rodríguez, establecido en Ecuador, impartió clases en Quito, Guayaquil y Latacunga, donde residió entre 1843 y 1846, ciudad de la serranía donde elaboró su plan de reforma educacional: Consejos de amigo dados al Colegio de Latacunga, cuyos originales se perderían en un incendio en Guayaquil. En su estancia en la mitad del mundo procreó a tres de sus hijos, llamados Choclo, Zapallo y Zanahoria, en franco contraste con el santoral católico. Rodríguez, quien para entonces ya se había cambiado el apellido y adoptado el de Robinson, emprendió en 1853 un viaje hacia la frontera sur. Los polvorientos caminos de contrabando y bandoleros fueron testigos del cansino paso del anciano de ochenta y tres años, el mismo que había fraguado lo más profundo del pensamiento educativo en el continente. No era el encuentro de viudos en dueto de lobregueces, como con Garibaldi, sino de la memoria de la fogosidad y la conciencia, de la erudición y el desencanto.
En su laureada novela La Dama de los perros, María Eugenia Leefmans, configura esa audiencia, y el recuerdo de Manuela de ese otro Simón, el sabio peregrino:
En mis oídos resuenan las palabras de don Simón, cuando veo a las mujeres sentadas en la plaza mayor, haciendo trueque con sus yerbas u hortalizas y descubren su pecho flácido para entretener al hijo, que llora de hambre. Cuando tropiezo con la madre niña, cuyo cuerpo se dobla al llevar amarrado al menor de sus hermanos sobre la espalda. Cuando contemplo los surcos labrados por lágrimas rodantes en las caras de niños con mirada de águila, a quienes la vida enjaulará. Cuando me acerco a los viejos de las tribus y con los ojos hablamos de una esperanza común que rescate a su gente. [4]
Ricardo Palma, el escritor limeño que nos legara sus Tradiciones peruanas, llegó a Paita en 1856, con su bagaje de estudiante, marinero, masón y político. Conducido por un paisano que le aseguró que le presentaría lo mejorcito que hay por acá, llegó hasta la humilde morada de Manuela. Recojo un fragmento de Palma:
En el sillón de ruedas, y con la majestad de una reina sobre su trono, estaba una anciana que me pareció representar sesenta años a lo sumo. Vestía pobremente, pero con aseo; y bien se adivinaba que ese cuerpo había usado, en mejores tiempos, gro, raso y terciopelo.
Era una señora abundante de carnes, ojos negros y animadísimos en los que parecía reconcentrado el resto de fuego vital que aún la quedara, cara redonda y mano aristocrática. [5]
Se negó a hablar con Palma sobre la vida de Bolívar, Sucre y los demás próceres, y mucho menos de su relación amorosa con el Libertador. No podía ser infidente quien había ofrendado sus mejores años a la liberación del coloniaje español y había sido depositaria de actas, revelaciones y secretos. Ofrecía a don Ricardo dulces elaborados por ella misma a manera de postre, tras consumir la receta tradicional peruana sobre la base de papa amarilla y pechuga de pollo, plato frío llamado desde entonces causa, porque era el fiambre que las mujeres preparaban para los soldados de las fuerzas independentistas.
A diferencia de otras mujeres ilustradas de la época, marcadas por la lectura de poesía amatoria, Palma observó que en los estantes de la casa de Manuela sobresalían Cervantes, Solís, Garcilaso, y tomos de historia, oratoria y filosofía de Plutarco, Cicerón y Tácito; al hablar de poesía recitaba integralmente el larguísimo poema La victoria de Junín, Canto a Bolívar, de José Joaquín de Olmedo, además, declamaba versos de Manuel José Quintana y Nicasio Álvarez de Cienfuegos, el precursor incorrecto y melancólico de la poesía romántica, en palabras de Cánovas del Castillo.
Fumadora empedernida, fundó en Paita una tabaquería; vendía tejidos a crochet, suspiraba y recordaba. García Márquez la pintaba: Fumaba una cachimba de marinero, se perfumaba con agua de verbena que era una loción de militares, se vestía de hombre y andaba entre soldados, pero su voz afónica seguía siendo buena para las penumbras del amor. [6]
Uno de los célebres poemas de Pablo Neruda, La Insepulta de Paita, guarda el Retrato de aquella mujer pólvora, mujer destino y llamarada:
¿Quién vivió? ¿Quien vivía? ¿Quién amaba?
¡Malditas telarañas españolas¡
En la noche la hoguera de ojos ecuatoriales,
tu corazón ardiendo en el vasto vacío:
así se confundió tu boca con la aurora.
Manuela, brasa y agua, columna que sostuvo
no una techumbre vaga sino una loca estrella.
Hasta hoy respiramos aquel amor herido,
aquella puñalada del sol en la distancia.[7]
En acto oficial realizado el veinticuatro de mayo de 2007, con motivo del ascenso a generala decretado por el presidente de la república del Ecuador, Rafael Correa Delgado, el mandatario pronunció un encendido discurso:
Manuela Sáenz: si ayer fuiste la luz morena del Pichincha, Húsar del Estado Mayor Independentista, Caballeresa del Sol, Libertadora del Libertador, Coronela del Ejército Grancolombiano, Insepulta de Paita, hoy eres, y para siempre, Generala de la República del Ecuador.
Eres todo eso, pero nunca será suficiente para tu estatura indomable, generosa y libertaria.
¡Generala Manuela Sáenz!… ¡Hasta la victoria siempre!
En Paita no quedó nada de Manuela, solo una sombra equinoccial que en las nubes parece abrazar a Juana de Arco, pero, cuando se apaga la luna, los trajes descoloridos, colgados en la percha, semejan guerreros silenciosos aguardando en la penumbra.[8]
Galo Mora Witt
[1] Jorge Villalba; Manuela Sáenz, epistolario, Quito, Banco Central del Ecuador, 1986, p. 100, citado por Romo-Leroux, Manuela Sáenz: la gran verdad [n. 15], p. 234
[2] Jorge Villalba, F., S.J.; obra citada
[3] Antonio Cacua Prada; Manuelita Sáenz: mujer de América; Quito; Fondo Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana; 2002; p. 48
[4] María Eugenia Leefmans; La dama de los perros; UAEM, Toluca; 2001; p. 79
[5] Ricardo Palma; Tradiciones peruanas; Séptima serie; http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/tradiciones-peruanas-septima-serie–0/html/0156a98e-82b2-11df-acc7-002185ce6064_19.html
[6] Gabriel García Márquez; El General en su laberinto; Oveja Negra; Bogotá; 1989; p. 14
[7] Pablo Neruda; La Insepulta de Paita; Canto VI; https://pablo-neruda2-france.blogspot.com/2010/07/la-insepulta-de-paita.html
[8] Marco Martos; fragmento del poema Luna de Paita, en dondoneo; Universidad Nacional de San Marcos; Lima; 2004; p. 112
Durante muchos siglos de historia, la labor femenina fue relegada y jamás se aceptó su incursión en temas que para la época solo era cosa de “hombres”. Por lo que muchos gobernantes e historiadores desmerecieron, ultrajaron y distorcionaron, la noble lucha de muchas mujeres. Manuela es un ejemplo de ello.
Interesante historia la de Manuelita Sáenz, lamentablemente poco difundida, como la mayoría de las mejores anécdotas históricas, no por falta de escritos e ilustres comunicadores, sino por la falta de dedicación y la desidia a la lectura, de parte nuestros ciudadanos; y lo más lamentable: La envidia y el odio político contra uno de los mejores gobiernos ecuatorianos, representado por la Revolución Ciudadana. Concretamente, refiriéndome a este documento, luego de que Manuela Sáenz ha sido engrandecida por tantos autores como Gabriel García Márquez, Pablo Neruda y muchos otros, incluido Rafael Correa, al pronunciar un encendido discurso el 24 de mayo de 2007, nombrándola Generala de la República del Ecuador “desde hoy y para siempre”; peormente los “políticos” ecuatorianos, generalmente mediocres y odiadores, impedirán y evitarán dar a conocer el pronunciamiento del progresismo respecto a tan ilustre dama.
Manuela Saenz, la Generala de la República del Ecuador, continúa siendo fuente de inspiración de muchas y muchos, el recordarla desde tierras lejanas es motivador, ella representa y se convierte en el eslabón para las y los latinoamericanos que practicamos el activismo social y político en diferentes territorios del mundo, hablando específicamente desde el punto de vista de la realidad de la comunidad migrante quien mejor que Manuela la luchadora, la Caballeresa del Sol, la Libertadora del Libertador, la mujer que participó en la liberación de varias naciones y que culminó su vida en un país diferente al de su país natal para proporcionar toda la energía, fuerza e intensidad para continuar en las luchas por alcanzar cambios importantes en la sociedad.