Por: Omar Steiner Rivera Carbó*
En 2024 se celebran diez años de la Proclama de América Latina y el Caribe como Zona de Paz. Ese documento no solo fue avanzado y sin precedentes, sino que constituyó un punto de partida para la construcción de una cultura de paz en la región. En el contexto del Día Internacional de la Convivencia en Paz, se reflexiona sobre su importancia.
Si tomamos como cierto el planteamiento de José Martí sobre la paz, “es el deseo secreto de los corazones y el estado natural del hombre”, entonces estamos obligados a coincidir con Martin Luther King, no basta con amar la paz, estamos obligados a sacrificarnos por ella.
El Acta Constitutiva de la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) lo dice de manera diferente, pero sin la más mínima contradicción, “puesto que las guerras nacen en la mente de los hombres, es en la mente de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz”.
Imbuidos seguramente en ese espíritu, los participantes en la 68ª sesión plenaria de la Asamblea General de Naciones Unidas en 2017, declararon el 16 de mayo, Día Internacional de la Convivencia en Paz. Solo tres años antes había ocurrido un hecho sin precedentes en La Habana, cuando los jefes de Estado y de Gobierno de los 33 países que integran la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), suscribieron la Proclama de América Latina y el Caribe como Zona de Paz, en ocasión de la II Cumbre de la CELAC.
A diez años de que los gobiernos de la región se comprometieran a mantenerla como “zona de paz”, y en el contexto de la celebración del Día Internacional de la Convivencia en Paz, conviene reflexionar sobre ese deseo secreto de los corazones, con la esperanza de que la paz sea una conquista a voces.
Entender la paz en el contexto latinoamericano presupone tomar en cuenta la manera en que ha calado en nuestros pueblos y en el imaginario colectivo, la dominación y la explotación colonial, la esclavitud y la unión de culturas diversas; y cómo contribuyeron a una especie de legitimación de la violencia, o por lo menos a que fuera una alternativa frecuente en la resolución de conflictos. El camino hacia la paz no ha sido fácil, aunque sí ineludible y necesario.
Solo entendiendo lo que significa la paz para una región que conoce los horrores de la guerra, se puede comprender el significado de la Proclama de América Latina y el Caribe como Zona de Paz. El ensayo examina la trascendencia de ese hecho.
No es criterio del autor que un documento en sí mismo sea garantía de que los firmantes asuman el espíritu de su letra. Sin embargo, este autor confiesa su emoción desbordada cuando el entonces presidente cubano y anfitrión de la cumbre, General de Ejército Raúl Castro Ruz, dijo, “proclamo solemnemente a América Latina y el Caribe como Zona de Paz”. Era un comienzo.
Si bien la proclama fue catalogada como uno de los acuerdos más avanzados de la CELAC y de la política regional en su conjunto, el autor considera que su más importante aporte fue simbólico, por lo tanto, intangible y perdurable. Sobre todo en tiempos de una crisis multidimensional, el pueblo latinoamericano merece una esperanza, y la proclama la dio.
Pero siempre habrá poderosas fuerzas que se opongan al cambio, lo que da más valor al alineamiento de las voluntades políticas. Esto último puede compararse al primer paso tambaleante de un bebé que se empina hacia el futuro.
Algo en lo que no se ha profundizado demasiado, pero el autor lo siente tan latente como el espíritu mismo de Martí y Luther King, es que la proclama envió un claro mensaje a esas “poderosas fuerzas”. Y es que un sincero compromiso con la paz y con las formas racionales de entender la diferencia y dirimir los conflictos, obliga a cortarle las alas al águila que sobrevuela el sur, desde el norte. ¡Esto no es poca cosa!
De manera especial, la multiculturalidad de la región y las mil maneras de percibir un mismo asunto, convierten al consenso en un asunto complejo. Y que los gobiernos ahí reunidos asumieran compromisos tan radicales como el compromiso a “desterrar para siempre el uso y la amenaza del uso de la fuerza de nuestra región” es significativo. En principio fue una confirmación de que es posible la unidad en la diversidad, pero después de diez años de ese hito, es más una clarinada de su urgencia.
Ciertamente, ese y otros compromisos como la no intervención en los asuntos internos de los Estados, y el derecho a elegir el sistema político, no son novedosos porque refrendan los propósitos y principios del derecho internacional de la Carta de las Naciones Unidas. Sin embargo, hacen un monumento imaginario y atornillan sobre él al respeto, una condición atada a la paz misma, porque no hay paz sin respeto. Este fue uno de los dardos más cargado de buenas vibras asestado al águila que observaba atónita a la región.
El sociólogo noruego Johan Galtung había esbozado el concepto de “paz estructural”. A juicio del autor de este ensayo, la proclama implícitamente hizo suya esa definición porque reconoció que las condiciones de base de la sociedad y sus formas organizativas, favorecen o entorpecen la manifestación de un nivel mínimo de violencia y un máximo de justicia social. Esto es un principio, que a su vez maximiza en su justa medida la responsabilidad de los Estados en el logro de la paz y su preservación.
Aunque no se ha definido en el texto, es obvio que la visión sobre paz del autor trasciende a la ausencia de conflictos, lo que también es visible en la letra de la proclama. En ese sentido, el documento no fue ingenuo o pecó de exceso de un optimismo fatuo, sino que reconoció que el conflicto es inherente al ser humano. Sin embargo, lo que no es una condición natural es su solución mediante comportamientos violentos. De hecho, se coincide con la antropóloga Flor Alba Romero quien cree no solo la inevitabilidad de la confrontación de ideas y el encuentro entre dos posiciones con criterios distintos frente a una misma problemática, sino que esa divergencia ofrece “una oportunidad excelente para la construcción de nuevos aprendizajes”.
La proclama es una apuesta porque el conflicto sea un punto de partida hacia el desarrollo y no lo contrario, mediante el diálogo, lo que en definitiva, impactaría en las bases de la sociedad y la transformaría. Dicho en palabras de Galtung, si se recurre a métodos no violentos, el conflicto dejará como consecuencia algo productivo.
Entonces se advierte otro de las virtudes indiscutibles de la proclama, pues sienta las bases a nivel del consenso entre gobierno de la región, para lo que debe venir después, la construcción colectiva de una cultura de paz.
La vigencia de la proclama es absoluta y así lo evidenció el pronunciamiento de la CELAC contra las intervenciones militares en el contexto de la ola de violencia en Haití.
Solo la cultura, en tanto legitima ciertos comportamientos y actitudes frente a distintas situaciones, constituirá el cimiento para esa época donde ni siquiera será necesario redactar una proclama de zona de paz. Mientras ese tiempo no llega, concordamos con Mahatma Gandhi, “no hay caminos para la paz; la paz es el camino”.
- Licenciado en Psicología por la Universidad Central “Martha Abreu” de Las Villas, máster en Ciencias de la Comunicación por la Universidad “José Martí” de Sancti Spíritus y Doctor en Ciencias de la Salud por la Universidad de Ciencias Médicas de La Habana. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Tiene varios libros y artículos publicados. Es Profesor Asistente del Instituto Superior de Relaciones Internacionales “Raúl Roa García”.
Coincido con la apreciación del autor.La paz es el camino.