Por: Jacques Ramírez Gallegos, colaborador de IDEAL
Históricamente, América del Sur ha tenido tres patrones principales de flujos migratorios internacionales: la migración norte-sur, la migración sur-norte y la migración intrarregional.
El primero tiene relación con entender a Suramérica y principalmente los países del cono sur, como lugares de recepción de inmigrantes, sobre todo provenientes de Europa que fue la corriente migratoria principal desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX. El segundo patrón referencia a los flujos migratorios de suramericanos con destino preferencial a Estados Unidos y Europa que tuvo su incremento desde mediados del siglo XX y se mantiene hasta la actualidad, sobre todo de población de la región andina y, finalmente, el tercer patrón es la llamada migración intrarregional o sur-sur caracterizada por flujos al interior de la Patria Grande, muchos de los cuales son de carácter transfronterizo y binacional.
De estos tres, el último patrón es el que más se ha incrementado en toda América Latina, siendo esta región la de mayor crecimiento de la migración interregional en el mundo en lo que va del siglo XXI, llegando a una tasa de 72% según datos proporcionados por la CEPAL. Dos grupos de migrantes son los que hemos visto con mayor presencia por nuestro largo continente en la última década: haitianos, que han migrado sobre todo a República Dominicana, Chile y Brasil y venezolanos que se han asentado principalmente en los países de la costa del pacífico sur: Colombia, Perú, Ecuador y Chile (en ese orden).
Este crecimiento vertiginoso de personas en movilidad humana por la región, tomó por sorpresa a muchos Estados, sobre todo aquellos con poca experiencia en recepción de inmigrantes como Colombia y Perú, que eran países expulsores y con porcentajes muy bajos de población extranjera asentada en sus territorios (0.3% hasta el 2015, respectivamente). Y si bien, en un inicio fueron los abanderados del discurso humanitarista, entendido esto como el despliegue de sentimientos morales en las políticas -en este caso migratorias- que incluyen discursos y prácticas de intervención gubernamental en las cuales el sufrimiento aparece como un nuevo léxico que justifica las prácticas de asistencia -como nos recordaba Fassin- en la práctica crearon solamente nuevos permisos temporales sin dar una solución de larga duración.
Así por ejemplo, Colombia de Duque creó la Tarjeta de Movilidad Fronteriza (TMF), el Permiso Especial de Permanencia (PEP) y Estatuto Temporal para Migrantes venezolanos. En Ecuador de Moreno y Lasso se creó la visa de residencia temporal de excepción por razones humanitarias (VERHU) y la visa de residencia temporal de excepción para ciudadanos venezolanos (VIRTE); en Perú, desde Kuczynski en adelante, crearon el Permiso Temporal de Permanencia (PTP) y la visa humanitaria; y, en Chile de Piñeira, fueron más ‘ingeniosos’ y crearon la famosa visa de ‘responsabilidad democrática’, que al final fue concedida a muy pocos.
Estas visas o políticas parche como prefiero llamarlas, que sirvieron para ver a los migrantes venezolanos como víctimas que sufren las consecuencias del mal gobierno del socialismo del siglo XXI, fueron incubadas en el seno del llamado Proceso de Quito, el cual se definió como una “iniciativa intergubernamental de carácter técnico y regional que se creó para establecer mecanismos y compromisos no vinculantes entre los países de América Latina y el Caribe para coordinar respuestas ante la crisis de movilidad humana de los ciudadanos venezolanos”.
Sin embargo, conforme pasó el tiempo dejaron de ver a los migrantes como víctimas para catalogarlos como amenazas. De esta manera retomaron el cauce de la mayoría de Estados modernos, al empezar a ver a los migrantes como sujetos aberrantes, perniciosos y potencialmente amenazadores, no solo de la seguridad nacional, sino de la mayoría de la población asentada en el suelo patrio. Así se les responsabilizó en el ámbito social del incremento de la delincuencia, prostitución, feminicidios, etc. Cuando llegó la pandemia fueron acusados de ser los causantes de su propagación. En el campo laboral y económico, volvieron con la ‘vieja confiable’ y se les culpó de quitar empleos, precarizar los mismos y de aumentar el trabajo informal. Incluso llegaron a tildarlas, a las mujeres venezolanas, de ‘quita maridos’ y destructoras de hogares. Y, en el ámbito político —en las movilizaciones ocurridas entre el 2019 y 2020 en Ecuador, Chile y Colombia—, fueron tildados por los gobiernos de turno de ser los promotores de la desestabilización interna. Incluso algunos de ellos fueron injustamente apresados.
Todo esto trajo dos problemas mayores: por un lado, la securitización y militarización de las fronteras, cuando la región poco tiempo atrás había avanzado en la incorporación del enfoque de derechos en sus marcos legales en materia migratoria y en sus políticas. Empezaron a cambiar los procedimientos de admisión, se solicitaron nuevos documentos, comenzaron a pedir visas de ingreso y finalmente cerraron las fronteras. El caso más absurdo de los últimos tiempos fue el cierre de la frontera Chacalluta-Santa Rosa entre Chile y Perú para impedir el paso de migrantes venezolanos que buscaban retornar a su país o pensaban emigrar nuevamente a un tercero, dada la precaria situación en la que se encontraban en estos países de asentamiento. Y, por otro lado, el incremento de discriminación, xenofobia y aporofobia, llegando a plantear la tesis de ‘limpieza social’, quemando las pocas pertenencias de los migrantes y obligándoles a abandonar los lugares donde se habían asentado. Imágenes de barbarie las vimos en Roraima (Brasil), Ibarra (Ecuador), Antofagasta (Chile) por señalar las más publicitadas. Pero esta xenofobia no solo fue social, sino también estatal de la voz de las máximas autoridades gubernamentales, siguiendo el estilo del expresidente Donald Trump.
Nos han vendido la idea de que la migración es un problema, cuando el verdadero problema son los enfoques, las miradas, los discursos y las políticas migratorias que estigmatizan, criminalizan y expulsan al otro, a ese cruzador, a esa cruzadora de frontera, que se atrevió a cruzar una línea imaginaria en busca de mejores días para el, para ella y sus familias.