Por: Daniela Pacheco, colaboradora IDEAL
Este artículo fue publicado originalmente en diario Milenio
Varios analistas en Brasil advirtieron que era cuestión de tiempo para que la violenta campaña electoral, propiciada desde el propio gobierno de ese país, se convirtiera en muerte y así sucedió. El pasado sábado, el guardia municipal y tesorero del Partido de los Trabajadores, Marcelo Aloizio de Arruda, fue asesinado en Foz do Iguaçu, cuando celebraba su cumpleaños 50 con la temática de la campaña de Lula. “‘¡Aqui é Bolsonaro!” (Aquí somos de Bolsonaro), le gritó el policía federal Jorge Guaranho mientras le disparaba.
Este episodio se suma a otras expresiones de odio que, aunque no terminaron en muerte, también merecen ser fuertemente condenadas como el lanzamiento de heces y orina humanas, desde un dron, en Minas Gerais, mientras Lula daba un discurso, y la bomba casera de hace unos días, también llena de excrementos humanos, lanzada en Río de Janeiro durante otro acto masivo del candidato del PT, y en el cual decidió, después de la agresión, usar un chaleco antibalas.
Por su parte, el presidente Jair Bolsonaro minimizó el asesinato del partidario del PT. “Yo no tengo nada que ver, es una pelea entre dos personas (…) ¿Qué tengo que ver yo con ese episodio?”, replicó. Al mandatario se le olvidan las innumerables ocasiones en las que ha incitado a mayores brotes de violencia: Después de la invasión del Capitolio de los Estados Unidos, dijo que “podrían haber peores problemas en Brasil si él perdiera las elecciones”. La semana pasada, en un acto en el interior del estado de São Paulo, le pidió a las fuerzas militares prepararse para la “agresión interna”. Además, los periodistas le han recordado sus dichos cuando en un discursó lanzó un llamado para “ametrallar al PT”.
El bolsonarismo no ha ahorrado esfuerzos para facilitar el acceso a las armas, en un incentivo explícito al conflicto. Horas antes del asesinato del simpatizante del PT, su hijo y también diputado federal, Eduardo Bolsonaro, lideraba una marcha en Brasilia a favor de la libre posesión de armas. “La izquierda nunca imaginó que tantas personas pudieran salir a la calle a decir ‘sí, quiero estar armado porque prefiero a los bandidos bajo tierra que a mi esposa violada'”.
El vicepresidente Hamilton Mourão tampoco se ha quedado atrás en las expresiones de odio y propuso un pacto masivo de impunidad alrededor del reciente asesinato. “Vamos a cerrar este ataúd y a mirar hacia adelante (…) es un caso de borrachos”.
En varios de sus actos masivos, Bolsonaro insiste en ir contra las autoridades electorales alimentando un discurso de fraude y de amenazas a la democracia que, con un congreso mayoritario a su favor, pueden preparar el terreno para una posible impugnación de las elecciones. El presidente de Brasil dijo estar dispuesto a convocar a partidos y autoridades legislativas para discutir la transparencia en las elecciones, pero que no se sentará con miembros del principal partido opositor. “Estoy abierto a todos, invito a todos menos a los zurdos podridos”.
A menos de 90 días de la elección, Lula lidera las encuestas con posibilidad de ganar en primera vuelta. Empeñado en su reelección, Bolsonaro no bromea cuando afirma que tiene un “ejército cercano a los 200 millones de personas” y que “tomarán las medidas necesarias” para luchar por la democracia y combatir a quienes quieren atentar contra la Constitución. Se trata, como el mismo Bolsonaro lo dice, de “una lucha entre el bien y el mal”, en la que él juega el papel del salvador y Lula el del pervertidor del pueblo brasileño. De poco o nada sirve que toda la clase política condene hechos como el sucedido en Foz do Iguaçu, si no se hacen responsables de apaciguar el clima de violencia que sin duda, después de este episodio, se recrudecerá. La recta final de la campaña en Brasil se perfila más como una batalla campal impulsada por quien se aferra al poder, incluso con episodios de muerte, que como un espacio idóneo para decidir el futuro del país. Tiempos para rodear y proteger a Luiz Inácio Lula da Silva.